C A P I T U L O 32

Dentro de un año, los dueños de las siete cantinas de Beauport fueron forzados a buscar su vivienda en algún negocio más honorable. Cuando esto fue publicado por toda la prensa de Qüebec, muchas de las personas más conscientes de las parroquias circundantes comenzaron a decir unos a otros: –¿Por qué no procuramos traer entre nosotros esta reforma de abstinencia que está haciendo tanto bien en Beauport? Las esposas de los borrachos se decían: –¿Por qué nuestro cura no hace aquí lo que el cura de Beauport ha hecho?

Un día, una de esas mujeres desgraciadas cuyo marido había gastado una rica herencia en la disipación, vino a mí. Ella me explicó cómo ella había pedido a su cura establecer una sociedad de abstinencia en su parroquia, pero él le contestó que no se metiera donde no la llamaban. Ella, entonces, le pidió respetuosamente que me invitara a venir a ayudarle, pero él la reprendió severamente por mencionar mi nombre.

La pobre mujer estaba llorando cuando me dijo: –¿Será posible que nuestros sacerdotes estén tan indiferentes a nuestros sufrimientos que permitirán que el demonio de la borrachera nos torture mientras vivamos, cuando Dios nos da una manera tan fácil y honrada para destruir su poder para siempre?
Mi corazón fue conmovido por las lágrimas de esa mujer y le dije: –Yo conozco una manera para poner fin a la oposición de su cura y forzarle a traer entre ustedes la reforma que tanto desean, pero necesito contar con su promesa más sagrado de secreto antes de confiarle mi opinión sobre ese tema.
Ella contestó: –Nunca revelaré su secreto. Por amor de Dios, dígame lo que debo hacer.

Le respondí: –La próxima vez que vaya a la confesión, diga a su sacerdote que usted tiene un nuevo pecado que confesar que es muy difícil revelarle. El le presionará más a confesarlo. Entonces le dirá: –Padre, confieso que he perdido la confianza en usted. Al preguntarle: –¿Por qué?, usted le dirá: –Padre, usted conoce el mal trato que he recibido de mi esposo borracho igual que a cientos de otras esposas en su parroquia. Usted conoce las lágrimas que hemos derramado sobre la ruina de nuestros hijos que son destruidos por los malos ejemplos de sus padres borrachos. Usted conoce los crímenes diarios y las abominaciones indecibles causadas por la borrachera. Usted podrá secar nuestras lágrimas, beneficiará a nuestros maridos y salvará a nuestros hijos estableciendo una sociedad de abstinencia aquí como hay en Beauport. Pero usted rehusa hacerlo. ¿Cómo puedo entonces creer que usted es un buen sacerdote con caridad y compasión hacia nosotros?

–Escucha con silencio respetuoso a su respuesta, acepta su penitencia y si le pregunta si se arrepiente de ese pecado, dígale que no puede arrepentirse hasta que él use los medios que Dios le ofrece para convencer a los borrachos. Procure que el mayor número de mujeres vayan a confesar la misma cosa.

Quince días después, regresó para decirme que otras cincuenta mujeres respetables habían confesado al sacerdote que habían perdido su confianza en él. El pobre sacerdote estaba fuera de sí. Forzado a escuchar cada día que sus feligresas más respetadas estaban perdiendo su confianza en él, temió perder a su excelente parroquia cerca de Qüebec y ser enviado a las selvas del interior de Canadá. Tres semanas después, estaba tocando mi puerta. Estaba muy pálido y ansioso, sin embargo, me dio gusto verlo. Era considerado un buen sacerdote y había sido uno de mis mejores amigos. Le invité a comer conmigo e hice todo lo posible para que se sintiera en casa, porque sabía por sus modales penosos que tenía una proposición muy difícil de hacer y no me equivoqué.

Por fin, me dijo: –Sr. Chíniquy, ¿Tendrá usted la bondad de predicar un retiro de tres días sobre la abstinencia a mi congregación como lo ha hecho aquí?

Le respondí: –Sí, señor, con el mayor placer. Pero lo haré con una condición: que usted sea el primero en hacer la solemne promesa de abstinencia en presencia de toda la gente.

–Seguro que sí, –respondió, –porque el pastor tiene que ser el ejemplo de su congregación.

Tres semanas más tarde, su parroquia noblemente siguió el ejemplo de Beauport. Sin perder un solo día, él fue con otros dos curas y les convenció a hacer lo mismo. Seis semanas después, quedaron cerradas todas las cantinas desde Beauport hasta St. Joachim.

Poco a poco los sacerdotes de la provincia estaban reuniéndose alrededor de nuestra gloriosa bandera de abstinencia. Pero mi obispo, aunque menos severo, todavía me trataba con frialdad. Por fin, la buena providencia de Dios, a través de una gran humillación, le forzó a contar a nuestra sociedad entre las más grandes bendiciones espirituales y temporales del siglo.

A fines de agosto de 1840, supimos que el Conde de Forbin Janson, Obispo de Nancy en Francia, venía de visita a Montreal. El Padre Mathew me había dicho en una de sus cartas que este obispo le había visitado y había bendecido su obra en Irlanda y también había persuadido al Papa a enviarle su bendición apostólica.

Pedí y obtuve permiso de salir por algunos días y fui a Montreal. Fui inmediatamente a rendirle homenaje y pedirle en el nombre de Dios a poner con valor la influencia de su gran nombre y posición a favor de las sociedades de abstinencia. El me prometió que lo haría, añadiendo: –El hábito social de tomar es tan general y fuerte que es casi imposible evitar que las gentes se conviertan en borrachos. He visto al Padre Mathew en Irlanda y te aseguro que haré todo en mi poder para fortalecer tu posición, pero no digas a nadie que me has visto.

Algunos días después, en Qüebec, un gran banquete fue preparado en su honor. Como yo era uno de los curas más jóvenes me sentaron en el último lugar frente a los cuatro obispos. Cuando se acabaron las ricas viandas y frutas exquisitas, trajeron botellas de vinos de la mejor calidad. El Rev. Sr. Demars golpeó la mesa para ordenar silencio. Se levantó y dijo: –Por favor, mis señores obispos y caballeros, brindemos a la salud de mi señor Conde de Forbin Janson, Primado de Lorraine y Obispo de Nancy.

Cuando me dieron el vino, lo pasé a mi vecino y llené mi copa con agua, esperando que nadie lo notaría. Pero me equivoqué; los ojos de mi obispo, mi señor Signaie, estaban fijos en mí. Con una voz severa me dijo: –Señor Chíniquy, sirve vino en tu copa para brindar con nosotros a la salud del Monseñor de Nancy.

Paralizado de terror, no podía pronunciar una sola palabra. Resistir abiertamente a mi obispo en la presencia de semejante asamblea augusto parecía imposible. Pero obedecerle también era imposible, porque había prometido a mi Dios y a mi patria que nunca volvería a tomar vino alguno. Los ojos de todos se fijaron en mí.

Mi corazón comenzó a palpitar tan violentamente que no podía respirar. Quería nunca haber venido a este banquete. Algunas lágrimas caían de mis ojos. El Rev. Sr. LaFrance, que estaba a mi lado, me dio un codazo y dijo: –¿No oyó la orden de mi señor Signaie? Permanecí mudo como si nadie me hubiese hablado. Miré hacia abajo y deseaba estar muerto. El silencio me dijo que todos esperaban mi respuesta, pero mis labios estaban sellados. Después de un minuto de ese silencio, el obispo con una voz fuerte y enojado volvió a decir: –¿Por qué no pones vino en tu copa y brindas a la salud de mi señor Forbin Janson como los demás estamos haciendo?

–Mi señor, –dije con una voz baja y temblorosa, –he puesto en mi copa lo que quiero tomar. He prometido a mi Dios y a mi patria que nunca volveré a tomar vino alguno.

El obispo, olvidándose de dónde se encontraba, dijo: –Tú no eres más que un fanático y quieres reformarnos.

En ese instante, olvidé que era un súbdito de ese obispo y recordé que era un hombre en la presencia de otro hombre. Levanté mi cabeza, abrí mis ojos y rápido como un rayo me puse de pie. Dirigiéndome al Gran Vicario Demars, dije con calma: –Señor, ¿Fue para insultarme en su mesa que usted me invitó aquí? ¿No es su deber defender mi honor cuando soy su invitado? Pues como parece que usted olvida lo que es su deber a sus invitados, yo haré mi propia defensa contra mi agresor injusto.

Entonces, volviendo hacia el Obispo de Nancy, dije: –Mi señor de Nancy apelo a Su Señoría por la sentencia injusta de mi propio obispo. En el nombre de Dios y de su Hijo Jesucristo le pido que usted nos diga aquí si un sacerdote no puede, por amor a su Salvador y para el bien de su prójimo como también para su propia abnegación, abandonar para siempre el uso del vino y otras bebidas alcohólicas, sin ser abusado, calumniado e insultado como me sucede aquí en su presencia.

Las palabras no pueden expresar la emoción de esa multitud de sacerdotes acostumbrados desde la infancia a la sumisión abyecta a su obispo y que ahora estaban presenciando por primera vez un conflicto, cuerpo a cuerpo, entre un impotente, humilde y desprotegido cura joven y su poderoso, orgulloso y arrogante obispo.

El obispo de Nancy al principio rehusó responder, pero presionado por el obispo y noventa por ciento de esa vasta asamblea de sacerdotes, alzó sus ojos y manos al cielo y ofreció una ardiente oración silenciosa a Dios. Luego dijo con dignidad inefable: –Mi señor, Obispo de Qüebec, ¡Aquí, delante de nosotros está nuestro joven sacerdote, el Sr. Chíniquy, quien una vez de rodillas en la presencia de Dios y sus ángeles, por amor a Jesucristo, el bien de su propia alma y el bien de su patria, prometió nunca tomar! Nosotros somos testigos de que él es fiel a su promesa. ¡Y porque él guarda su promesa con tanto heroísmo, Su Señoría le llama un fanático!

–Ahora, me piden pronunciar mi veredicto en este suceso penoso. Aquí está: Si yo miro a través de las edades pasadas cuando Dios mismo gobernaba a su propio pueblo por medio de sus profetas, veo a Sansón quien por orden especial de Dios nunca tomó vino ni ninguna otra bebida alcohólica.

–Del Antiguo Testamento paso al Nuevo y veo a Juan el Bautista el precursor de nuestro Salvador Jesucristo, quien para obedecer al mandato de Dios, nunca tomó vino alguno. ¡Cuando yo miro al señor Chíniquy, con Sansón a su derecha para protegerlo y a Juan el Bautista para bendecirlo, tiene una posición tan fuerte e impregnable que no me atrevería a atacarlo ni condenarlo!

El obispo de Nancy entonces se sentó, vació su copa en otro vaso, la llenó de agua y brindó a mi salud.

Nadie quiso tomar su vino y la salud del Obispo de Nancy quedó sin brindar. Pero un buen número de sacerdotes, llenando sus copas de agua y dándome una señal silenciosa de aprobación, brindaron a mi salud. Fue en esa mesa que la abstinencia comenzó su marcha triunfante por Canadá.